En esta nueva presentación, pretendemos situar en el centro del debate algunos rasgos o motivos definitorios del arte de vanguardia. El correr del tiempo nos ha enseñado que la palabra “destino” bien puede ser próxima, o, quizá, ser un apéndice del concepto de ”vanguardia”. Entendemos el destino como deriva, como legado, y pretendemos así pulsar el lugar que hoy ocupan diferentes motivos iconográficos asumidos ya en su día por la vanguardia.
Queremos ver estos motivos de vanguardia desde las complejas circunstancias de nuestro tiempo. Queremos ver si lo que entonces era un paisaje puede verse hoy desde nuevas perspectivas en torno a la ruralidad. Queremos saber cómo afectan las tecnologías a nuestra percepción de nuestro aspecto. Queremos comprobar cómo los objetos que nos acompañan son consecuencia, de nuevo, de las lecturas que en torno a los nuevos materialismos afloran en el ideario contemporáneo. De esto, como es lógico, nada sabían los artistas que aquí se muestran. Esto es algo que otorga cierta soberanía, cuando no decidida ventaja, a quien hoy observa estas obras. El montaje de la exposición acude a ese recurso narrativo, desarrollado por no pocos teóricos del cine, por el cual el receptor es consciente de desenlaces de argumentos que son ignorados por los propios protagonistas, de ahí ese papel que otorgamos al destino que aguarda a la vanguardia, de las vigencias, en suma, de nuestra vanguardia a la luz de los discursos de nuestro tiempo. Las salas del Museo Patio Herreriano tienen una misma entrada y salida. Por lo tanto, para salir, hay que desandar lo andado. No perdamos de vista este importante dato.
Rostros, cuerpos
Domina la escena, imponente, “Jones”, un “encapsulado” de Darío Villalba, sin duda uno de los mejores ejemplos de esta aclamada serie de trabajos del artista donostiarra. Realizado en 1974, está fuera ya del periodo de vanguardia y sirve de punto de partida para el reconocimiento del retrato como uno de los grandes géneros de la pintura, que en la Asociación Colección Arte Contemporáneo tiene un peso importante, como veremos. Villalba, sin embargo, acude a la fotografía y otorga a la pieza un sesgo escultórico, un híbrido, en definitiva, desde el que representar a personajes marginales o antihéroes.
Hoy vemos, cuando no sufrimos, un fragor tecnológico que tiene especial incidencia en los rostros y los cuerpos. La representación del sujeto vive una reactualización a partir de la llegada de los nuevos medios de los que Villalba es sin duda origen, pero no son sólo las tecnologías las que redefinen la representación de rostros y cuerpos, también el sesgo conceptual del que dotan a sus trabajos los artistas, como Plensa, que apela a Marcel Broodthaers, artista belga que ejerce gran influencia sobre él y en cuyo espacio vierte una identidad propia.
La figura de Jean Cocteau, pintada en 1930 por Hernando Viñes, asoma no lejos de ahí. Cocteau era un personaje peculiar, un verdadero niño terrible -tomamos aquí prestado el título del libro que acababa de escribir cuando Viñes lo retrató- siempre inclinado hacia una marginalidad y una ambigüedad vital y estilística que de siempre fue clara seña identitaria.
Hay en la Colección una extensa presencia de autores que han visto en el rostro y el cuerpo un campo de estudio que se abre a sensibilidades y estilos diferentes. Hay un realismo clasicista en los retratos de Togores, Lagar, Julio Ramis o Ángeles Santos. El rostro es también máscara, como delatan las obras de Maruja Mallo, y a menudo sus contornos se desdibujan fundiéndose con su entorno o apelando sin ambages a un realismo sereno pero inmediato. En esta dialéctica de lo presuntamente realista se han situado no pocos debates en torno a la modernidad, fundamentalmente por la procedencia o, mejor, el lugar desde el que se arriba a este realismo. El fin ulterior de nuestra exposición, ya hemos visto, no es tanto el precedente y la genealogía como todo cuanto se vino imponiendo después. Desbrozando esas capas desde nuestro presente llegamos, por tanto, al origen cronológico de nuestra colección. Es, conviene recordarlo, a través de nuestra percepción de lo cotidiano como queremos acercarnos a dicho origen.
Objeto, espacio, lugar
Una labor arqueológica desde la constancia del presente y de sus preocupaciones obliga a detenerse ante cuestiones relacionadas con el objeto y con el espacio, si es que uno y otro no se convierten en una misma cosa, algo que no conviene descartar nunca -tal es la tendencia a la hibridación en nuestro tiempo- pero algo, también, que ya entendieron no pocos escultores en décadas no tan cercanas. Arranca este recorrido con obra de Peio Irazu y Cristina Iglesias, dos referentes de la escultura española que empezó a emerger en los años ochenta. Hay una reflexión en torno a volúmenes y vacíos que recorre todo el siglo XX y que encuentra buena parte de sus más concisas impresiones en el País Vasco. Algo más adelante, vemos al instigador de todo esto, Jorge Oteiza, con obras de sus series más conocidas.
¿Cómo observamos hoy estas obras, en un momento en el que la ductilidad de las formas parece tan evidente? ¿Qué vigencia tiene aquella nobleza del material -hierros, bronces, alabastros…- cuando hoy se impone lo maleable, lo cambiante, lo que se ve afectado por el factor “tiempo”, apremiante e imprevisible?
La pieza más temprana de la Colección es un paisaje de Joaquín Sunyer que, como se ha dicho infatigablemente durante décadas, tiene resonancias cezannianas. Reacciones afines suscitan muchos de los cuadros de objetos y espacios cubistas que pueblan la Colección, pero lo que nos interesa del paisaje de Sunyer, y de los célebres bueyes de Manolo Hugué, es cómo vemos el paisaje y la naturaleza hoy desde las nuevas perspectivas en torno a lo rural, tan candentes en el imaginario contemporáneo y tan relevantes para esta institución tendente siempre a la inspección del territorio.