LUIS BISBE
Ding Dong
Ding Dong es una intervención de Luis Bisbe (Málaga, 1965) en la Capilla de los Condes de Fuensaldaña que se caracteriza por un cuestionamiento de los principios sobre los que se asienta la práctica artÃstica. Por un lado, explora la naturaleza del concepto tradicional de obra de arte, incluida la pregunta sobre la propia idea de intervención en un espacio, por otro, implica al visitante del museo y también al transeúnte que está en sus cercanÃas y, por último, abre una brecha en la institución donde tiene lugar la legitimación de lo artÃstico. Con esta pieza Bisbe continúa una poética consolidada a través de proyectos como PretecnologÃa punta, instalación que hizo expresamente para la apertura del CAC de Málaga y Pim - pam - pum, realizada para la Fundació Joan Miró de Barcelona. En todas ellas Luis Bisbe crea espacios dinámicos que replantean las demarcaciones asociadas convencionalmente a lo que está dentro y lo que está fuera, involucrando al espectador en inesperados quiebros perceptivos.
Una puerta no es sólo la barrera fÃsica que permite o impide el paso de personas, sino que también regula el flujo de factores invisibles, pero fundamentales, para la conservación de las obras en los museos, como son la luz, la temperatura o la humedad. La preservación y la seguridad de las obras obligan a una protección que convierte los museos en espacios disciplinarios. La Capilla es uno de estos espacios que, como parte del museo, está preservada de todo contacto con el exterior. Conectar este lugar protegido, cerrado, vigilado, calentado, iluminado y, en suma, controlado, con la calle supone confrontarlo con lo intempestivo, con lo que ignora las reglas, con la vida. En Ding Dong Luis Bisbe altera los protocolos del control de accesos a la Capilla para perturbar las expectativas de los que acceden a ella por cualquiera de sus puertas.
Desde el Museo
El visitante provoca involuntariamente una señal sonora de llamada a una puerta, la que comunica el claustro con la Capilla, que no tarda en abrirse y permitirle el paso. La única obra que el espectador va a encontrar en la sala es la apertura literal de una puerta hacia el mundo del que supuestamente se nutre el arte para hacer sus obras, pero mostrándolo crudo, sin elaboración alguna, ofreciéndose a la contemplación. Sin embargo un acercamiento mayor a esta imagen tiene como consecuencia la negación de la posibilidad de este contacto, como un espejismo cuya visión desaparece al acercamos. El trabajo del artista se convierte a veces en el filtro que, al interpretar el mundo, nos muestra una pequeña parte, pero nos oculta otra parte infinitamente más vasta y compleja. Simultáneamente a esta ocultación se produce una nueva puesta en escena, que tiene como objetivo hacer consciente al visitante de la artificialidad de la presentación que acompaña a las obras de arte. Sólo en la medida en que el espectador se distancia es posible restablecer la apertura.Â
Desde la calle
La puerta que comunica la Capilla con la calle Encarnación, que habitualmente está cerrada, ahora se encuentra abierta. El transeúnte puede ignorarla, pararse y mirar desde fuera o entrar a un espacio reservado. Para el curioso al que atrae la posibilidad de una puerta abierta, la intervención se comporta como el cuento de Kafka (Ante la la ley) en el que la función del guardián se limita exclusivamente a decir que no se puede franquear la puerta, pero sin hacer ni un gesto para impedir el paso. De esa manera lo único que puede retenerle a un lado de la puerta es su propia sumisión. El transeúnte atrevido, que sà osa a entrar, se encontrará con que la misma puerta que le permitió el paso, ahora se lo niega y, al igual que para el espectador que viene del claustro, el dispositivo de teatralización se pone en marcha. Traspasar este umbral transforma su condición de intruso en visitante.
El encuentro
A lo largo de los distintos procesos que se generan al cambiar el régimen de accesos de las puertas, espectadores e intrusos desencadenan una serie de mecanismos que los convierten, a la vez, en sujetos y objetos de la experiencia. Cualquier contacto visual entre ambos, provengan de donde provengan, convierte al otro en observador observado. El transeúnte puede devenir de espectador del mundo en actor y luego en visitante del museo. En cambio el espectador (o transeúnte que ya ha traspasado la puerta), no tiene la posibilidad de volver al mundo. Una vez dentro, ambos se ven obligados a jugar el papel que el museo les da, el de espectadores, y su contacto con el mundo queda mediado por la imagen.
Olga Fernández