Dos son las referencias principales a las que acudió Mejías en la concepción de su proyecto, las dos inscritas en ese acervo ilimitado que es la naturaleza. Una es la comunicación entre las ballenas en el fondo marino; otro la elegante e inapelable sincronización del vuelo de los estorninos. En torno a la primera viene investigando Cristina Mejías desde que disfrutó de una residencia en las Azores, donde conoció, a través de expertos locales, que la singularidad en la comunicación de los cetáceos reside en la gestión coral del lenguaje, una suerte de armonía colectiva que tiene sus ecos en la clamorosa connivencia de las bandadas de estorninos y las fascinantes manchas que producen en su movimiento.
Tiene Mejías un objetivo claro: hay una búsqueda de formas expresivas que huyan de los modelos normativos. Aflora en su obra un conjunto de subjetividades –de voces- inscritas en diferentes tradiciones que el correr del tiempo torna frágiles y quebradizas (las fallas que produce esta fragilidad en los diversos modos de expresión son, muchas veces, origen de sus planteamientos estéticos). En ocasiones, estas formas expresivas no solo tratan de evitar los relatos lineales y los discursos únicos, sino también, como en el caso de las ballenas de las Azores, la propia voz humana, pues no hay, sostiene la artista, un decir único en la facultad de narrar. Consciente de que la escritura ha dominado históricamente el territorio de la expresión, Mejías vira el foco hacia la oralidad haciéndola, paradójicamente, visible. Y no solo eso: la comunicación, o, mejor, el sustrato afectivo de la comunicación, trasciende muchas veces el lenguaje mismo, pues es en el desplazamiento de los cuerpos donde alcanza su mayor elocuencia. Tal vez sea en esta instalación vallisoletana donde esta idea alcanza su sentido más nítido.
En las dos salas que flanquean el espacio principal, dos proyecciones funcionan como espejos, interconectados, en los que el lenguaje y el movimiento se abrazan, deslizando sentido el uno en el otro. Enfatizan la circularidad a la que aferran los sonidos y las formas, porque todo es consecuencia de algo y siempre hay un eslabón que conecte dos ideas, dos anhelos, dos temores. Caminamos entre las maderas, sinuosas y delicadas, y activamos, casi sin quererlo, el movimiento de unas manos de cristal que apelan a una tactilidad, a una fisicidad, que hoy se entienden como herramienta perceptiva de primer orden, porque no es noticia, ya lo sabemos, que los cuerpos han acabado con la supremacía de la mirada; se activan las manos y se nos invita a mirar a lo alto, y entendemos así el complejo mecanismo que hace posible el conjunto de la instalación, con las pequeñas roldanas repartiendo pesos y proyectando equilibrios. Suenan, sutiles, tintineos en latitudes lejanas, rumores que nacen de un mero roce (a veces ni siquiera hace falta contacto alguno para que estos sonidos se produzcan). Tirando líneas hallamos el origen de un movimiento en una pieza de cuerda que se yergue, lacónica, en una esquina, varada en una vibración lenta y sostenida.